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viernes, 10 de junio de 2011

historia de jesus crusificado


Este hombre debe morir No creo cometer ningún desacato si en una sociedad mayoritariamente cristiana, pretendo hacer un apunte original de la muerte de Jesús, precisamente en la Semana Santa. Original en el sentido de ir al origen. Porque una cosa es lo que le ocurrió a Jesús de Nazaret en aquellos días de su entrada tumultuosa en Jerusalén, que acabó con su crucifixión en el Gólgota y otra los que hemos hecho después con una conmemoración literal, monótonamente estereotipada de aquellos hechos.
No sé por qué la mirada se nos ha de quedar clavada en el ámbito físico y restricto del Nazareno. El fue a Jerusalén a celebrar la pascua judía. Era un judío más. La fiesta era nacional, concitaba a más 120.000 israelitas, que llegaban de todas partes. La esclavitud bajo el Faraón había durado demasiado tiempo y, finalmente, habían quedado libres, congregándose en una nueva tierra. Un pueblo había sobrevivido, sin perder su identidad, y convergía allí, en explosión jubilosa, para conmemorar semejante gesta.
Pero Jerusalén desde hacía años estaba bajo otra esclavitud, la del imperio romano. A su sombra, las autoridades judías habían negociado, habían logrado una buena autonomía en su vida cultural y religiosa, siendo ellas las que manejaban a su antojo el asunto religioso. Pululaban sentimientos nacionalistas y movimientos independentistas (los zelotes) , pero a las autoridades les pertenecía el monopolio del uso e interpretación de lo religioso.
Mira por donde, un campesino de Galilea, ya conocido, pero sin pertenencia a la aristocracia religiosa ni social, se atrevió a llamar a las cosas por su nombre, denunciando la enorme corrupción a que había sido sometido el nombre de Dios en el templo de Jerusalén, lugar el más emblemático para todo el pueblo, por venerar en él al Dios que los había conducido a la liberación.
La actuación de Jesús fue un desafío. Sus palabras restallaron como un látigo. ¿Qué celebración de la Pascua era aquella? ¿Cómo se compaginaba todo aquel tráfico del templo, montado por el Sanedrín, con el culto auténtico de Dios, que consistía fundamentalmente en la práctica de la justicia y del amor? ¿Que valor podían tener todos aquellos sacrificios materiales y aquellos inciensos, si la vida de los dirigentes y sus enseñanzas se apartaban del verdadero conocimiento de Dios? Su función religiosa les había llevado a erigirse en casta superior corroída por el egoísmo, la soberbia y la hipocresía.
La Pascua Judía fue para Jesús la ocasión de denunciar el sistema religioso dominante: las patrañas urdidas por los dirigentes, la conversión del culto en negocio del Sanedrín, la opresión que ejercían sobre el pueblo, las falsas interpretaciones inventadas, la arrogancia de que hacían gala, el menosprecio hacia los sectores más pobres, su afirmación de la teocracia e idolatría nacionalista, el montaje de toda una religión legalista, puramente exterior, que cultivaba la apariencia y escondía el vicio.
Jesús apuntaba al corazón. No había escapatorias posibles. La cosa era más sencilla. No había que embolicar a Dios con las tonterías y truhanerías de los hombres. Dios es lo que es y refleja su luz, con nitidez, en la conciencia de todos. Aunque sean analfabetos. Esa luz , por natural, es pura e incanjeable. Y a ella remitía, en última instancia, la sabiduría popular del Nazareno.
Con lo cual, encendió la chispa: el pueblo le escuchaba admirado y los dirigentes le espiaban preocupados. Era peligroso. Y determinaron matarle.
Una muerte violenta, injusta, criminal, a manos del poder más arbitrario. No a manos del Padre celestial; esa sería la muerte de un Dios sádico. Ni Jesús buscó la muerte, ni Dios le destinó a ella. Eso es una solemne tontería, una herejía y una coartada para todos los poderes de turno que siempre se han negado a ver la muerte de Jesús como lo que fue: una consecuencia de su estilo de vida, de su rebeldía y disidencia frente al poder religioso y civil, de su coherencia y libertad, de su sinceridad y amor por la justicia y los más pobres. Jesús murió asesinado por la sinagoga y el imperio.
Los crucificados de nuestro tiempo
Vengamos ya a las muertes de los Viernes Santos de nuestro tiempo. Los templos cristianos con sus ritos, inciensos, cantos, plegarias y procesiones, ¿a quién están recordando? ¿Qué están celebrando? ¿La muerte de Jesús? ¿Su muerte física? ¿Nada más? ¿ Y eso una y otra vez, un año y otro año, un siglo y otro siglo?
¿No será que hemos convertido en momia sagrada la liturgia católica? La pasión y muerte de Jesús son referencia paradigmática. Pero su muerte no ha acabado, sigue reviviéndose en el Cuerpo de la Iglesia y de la Humanidad. Y sigue produciéndose en el altar del poder económico y del poder religioso. Hoy son otros los Faraones, los Pilatos y los Sumos Sacerdotes…
¿Dónde están los profetas y liberadores que, como él, tratan de rescatar el significado de su Pascua, hoy pascua cristiana? ¿Cuántas son las desviaciones y corrupciones que hay que destapar y corregir? ¿Quiénes son los tiranos y verdugos? ¿Quiénes los que sufren pasión y quiénes los crucificados? ¿Cuánto de esto está presente y se celebra en las liturgias de nuestros templos?.
Bajarlos de la cruz
Los Viernes Santos en muchas ciudades de España alzamos la vista para contemplar las imágenes de nuestros Cristos Crucificados.
¿Y qué, si junto al Cristo Crucificado (”Cuanto hicisteis con uno de estos mis hermanos más pequeños conmigo los hicisteis”) desfilasen por nuestras calles las imágenes de los pueblos crucificado del Sur? ¿Qué, si en nuestras liturgias contemplásemos rotos por el dolor, las heridas, miserias, humillaciones y muertes que viene arrastrando desde siglos?
¿Qué, si frente a tanto terrorismo oficial y legal, revestido de potencia y tecnología más que espectacular y disfrazado inclusive con la bendición de Dios, descubriésemos las motivaciones reales que lo guían y que lo llevan a cuotas increíbles de crueldad y exterminio?
Teólogos de la liberación afincados en el Tercer Mundo, insignes, y mártires algunos como Ignacio Ellacuría, nos han hablado de este hecho evidente y lo han hecho desde una perspectiva cristiana: estos pueblos crucificados son la actualización de Cristo Crucificado. Decía Monseñor Romero: “Ustedes son la imagen del divino traspasado.”
Estos pueblos crucificados son víctimas, no caídas del cielo, sino producidas por
los sucesivos imperios, por el sistema económico dominante y por las multinacionales.
Son estos verdugos los que imponen la injusticia, los que la defienden violentamente si
hace falta, y hasta con terror.
Cuenten en esa procesión inmensa a los 300.000 centroamericanos matados en estas últimas décadas, y… alarguen la vista y verán pueblos masacrados, movimientos reprimidos, líderes desaparecidos, gentes de pueblo perseguidas, torturadas, desaparecidas. Verán las argollas que los poderes del FMI, del BM y de la OMC siguen poniendo para que esos pueblos no levanten cabeza y puedan disponer impunemente de sus materias primas.
Estos pueblos, en un mundo donde la riqueza nunca ha sido tanta, ven como los poderosos les roban, les ponen condiciones comerciales inicuas, acumulan cada vez más riqueza, sin importarles el hecho de que la distancia de ingresos entre unos y otros crece sin cesar, de modo que si en el año 1820 era de 1 a 3, hoy es de 1 a 70. El 20% de la población más rica del planeta se ha repartido en 1997 el 86% de la riqueza. La mitad de África, unos 400 millones, vive con menos de 1 dólar diario y está desnutrida. EE.UU. tiene una deuda externa de 6 billones de dólares, doble que la de todos los países pobres, pero a él nadie le exige que la devuelva, en tanto que a los pobres se les obliga con un cuchillo en la garganta.
Con razón, el Cristo Crucificado y estos pueblos Crucificados son la explicación el uno de los otros. Son el Siervo de Yahvé “sin figura, sin belleza, sin rostro atrayente.” Son pobres y, además, aplastados y torturados. Y así son como el Siervo “que no parecía hombre ni tenía aspecto humano y producía espanto.”Y mientras sufren en paciencia y resignación, se los alaba, se reconoce su bondad, sencillez, religiosidad, pero si se deciden a vivir e invocar al Dios que los defiende y libera, entonces son subversivos, terroristas, criminales, ateos, marxistas y comunistas.
Y no tienen quien los defienda, “son llevados a la muerte, sin justicia.” Con razón escribía el obispo Pedro Casaldáliga: “Es hora de martirio en nuestra América Latina.” ¡Cuántos campesinos, sindicalistas, maestros, catequistas, religiosas y religiosos, líderes populares, obispos engruesan esa procesión de crucificados! Ellos son el siervo sufriente de Yahvé. “Les han dejado -escribía Ellacuría- como a un Cristo.”
Paradójicamente, estos Crucificados son “luz de las naciones” ,es decir, ponen al
descubierto la pecaminosidad fundamental del Primer Mundo , que es la injusticia. Y señalan como mala éticamente la solución que están dando al mundo, pues deshumaniza a unos y a otros. Y, además, ofrecen salvación, por ser portadores de los “valores evangélicos”: solidaridad, servicio, sencillez y disponibilidad para acoger el don de Dios. Y ofrecen un potencial inmenso de esperanza, una y otra vez ahogada por el mundo occidental, pero sigue ahí contra toda esperanza, para poner en evidencia su fracaso. Y ofrecen amor, porque así lo han demostrado innumerables mártires de América Latina y de otras partes. Y ese amor es una gran oferta de humanización.
Nosotros, hoy, en esas procesiones del Cristo Crucificado y de tantos otros que
no estarán visibles en nuestras calles, tenemos un compromiso: bajarlos de la cruz. Es
una manera muy correcta de celebrar la muerte del Señor.

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